27/11/11

Referencias: Il canto (IV)

Historicismo y prevaricación.
Mención aparte merece el capítulo dedicado a las "arbitrariedades y falsificaciones" que entonces comenzaban a invadir la ejecución historicista del melodrama barroco. El tiempo ha confirmado los miedos de Celletti respecto de la extensión de dos prácticas vocales que hoy son dogma: la asignación de los papeles de los castrados a los llamados contratenores y la veda ejercida contra la técnica basada en la máscara. En el primer caso se señala que incluso el término es absolutamente falaz desde el punto de vista histórico, algo bastante irónico desde luego: nunca hubo una cuerda de contratenor, sino una voz intermedia en la escritura polifónica usualmente asignada a un tenor. El "falsetista artificial" nunca pisó un teatro de ópera, habiendo sido su función histórica la de un "faute de mieux" cuando las mujeres no podían cantar en la iglesia. Tras la desaparición de los castrati, la evidencia histórica muestra que se confió sus papeles a las contraltos: los tratadistas de la época además tenían muy claras las deficiencias de los falsetistas para cantar en un teatro. Por otro lado, las consideraciones realizadas sobre la técnica de los "contratenores" siguen teniendo validez a pesar de las mejoras que han conseguido en los últimos veinte años: la impostación basada en el sonido fijo y poco flexible, condenado a moverse entre lo estridente o lo endeble; la ausencia del colorido y la morbidez que sólo pueden obtenerse mediante la unión entre registros y la emisión "coperta". Actualmente incluso en una voz de calidad como la de Bejun Mehta se detecta falta de apoyo en las regulaciones y sonidos forzados en los intervalos grandes o los ataques comprometidos al agudo. No hay que darle muchas vueltas: los castrados, como las mujeres, estudiaban la técnica para fusionar la robustez del registro de pecho con el squillo del superior (llamado de cabeza en general); los falsetistas sólo funcionan con las resonancias superiores y si por casualidad emiten un grave en registro de pecho, la ruptura de color es anticanónica. La de los falsetistas es la realización más paradigmática de los preceptos de la nueva escuela vocal historicista. Celletti cuenta que en una oportunidad dialogaba con un director de orquesta inglés que estaba al frente de unas representaciones de una ópera de Jommelli. Durante los ensayos exigió al reparto que abandonara la impostación canónica en favor del típico sonido fijo - es decir, no sombreado desde el pasaje - que aspiraba a ser auténtico. Dos de los cantantes italianos fingieron seguir el juego hasta la "prima", cuando cantaron según las buenas reglas, dejando al resto de intérpretes en evidencia. Este canto auténtico, según el nuevo dogma, pretende desvincularse de la escuela de Manuel García (hijo), como si el canto sul fiato, el pasaje entre registros y el enmascaramiento hubiesen sido su invención: "García no inventó nada. Se limitó a codificar y a ordenar lo que había aprendido de su padre, tenor educado en el Settecento tardío. Pero antes de él las enseñanzas de la escuela del Settecento se habían expuesto en el "Méthode du chant du Conservatoire" (1804), redactado por el tenor Mengozzi (...), que recogía, por mediación de su maestro Guarducci, a la escuela boloñesa de comienzos del Settecento (Pistocchi, Bernacchi). El llamado canto sul fiato, conectado estrechamente al sonido enmascarado, fue objeto de teorías por parte de Tosi en 1723 y de Mancini en 1774. (...) Mancini recomendaba la emisión sobre el aliento porque permitía hacer vibrar la voz (...) Ambos teorizaron sobre el pasaje entre registros". Por desgracia las nuevas teorías, a través de su dictatorial aplicación, han terminado siendo aceptadas por los oyentes y hoy es posible leer en los foros que para abordar el Barroco no hay que usar la técnica basada en el apoyo y la máscara. Hace un tiempo me contaban una historia similar a la relatada por Celletti. Por lo visto hay una profesora de canto en un Conservatorio Superior (no diré de qué ciudad) que aconseja a sus alumnos evitar la resonancia del "antifaz" (sic) y dirigir la voz hacia el "palomar" de la frente. También se les anima a cantar sin preocuparse del apoyo. Los resultados son los esperados: tenores de voz blanqueada que se mueven entre el falsete y el grito, bajos y barítonos incapaces de emitir una nota cubierta por encima del re, sopranos estridentes que han hecho dogma de los defectos de las escuelas anglosajonas de posguerra, contraltos con la voz embotellada en la faringe; en general, poca capacidad para ligar y modular el sonido, resultado inevitable del descuido del apoyo en beneficio de la colocación artificial en los resonadores de la frente. En consonancia con la interdicción sobre la "escuela de García", esta falsificación de ha extendido también de las óperas italianas de Mozart, objeto de otro capítulo ("Mozart masacrado") y del Lied. Con respecto al salzburgués, Celletti lamenta también la falta de fantasía en los recitativos y la frigidez expresiva impuestas por los directores anglosajones. Más de veinte años después, discutir todo esto parece tener poco sentido ante los hechos consumados.

Il canto secondo...
A continuación el musicólogo y el crítico coexisten en los capítulos dedicados al "Canto secondo..." Rossini, Bellini y Donizetti y, finalmente, Verdi. Nada, curiosamente, sobre Puccini y la Nuova Scuola. Una de las mayores satisfacciones como oyente del autor fue haber presenciado el renacimiento de Rossini, sobre todo del serio, en los escenarios. Aquí el análisis llega a ser tan fino como para distinguir al compositor de Pésaro como el último realmente belcantista: Donizetti y Bellini, comenzaron a emplear el nuevo estilo "agitado" del Romanticismo. Incluso se mencionan ejemplos tempranos de cantantes (como Tamburini) que al especializarse en Bellini se encontraron en dificultades para afrontar de nuevo la escritura florida de Rossini. El credo de éste se resume en sus propias palabras: "Se recite o se cante, la voz debe ser sonora, nunca estridente. Todo en el mundo debe ser melodioso". Para Rossini, la música cantada es ante todo melodía que, antes que nacer de las palabras, las trasciende. Frente a la verosimilitud del drama cantado, la alegoría de la melodía. La evolución del melodrama reflejaría una progresiva importancia del accento, del matiz en la palabra: en Rossini éste debe ser administrado con mesura para no caer en énfasis impropios. Nada debe empañar la perfección instrumental del tono, que debe ser timbrado y pleno, particularmente en las vocalizaciones en voz plena. En cuanto a Donizetti y Bellini, se incide en la estrecha relación que tuvieron con sus cantantes. No sólo porque fueron a menudo una fuente de inspiración directa para crear un papel, sino por las numerosas adaptaciones en las partituras que los autores permitieron para potenciar las virtudes o esconder los defectos de un gran intérprete (caso de Rubini). Por ello, la fidelidad a lo escrito en este repertorio no puede ser inflexible: se llegaría al ridículo de traicionar su espíritu.

Por último, se analiza el caso del canto verdiano, sintetizado en el dictum del propio autor: "Estudios antiguos y declamación moderna". Verdi no admitía que sus óperas se interpretaran según el estilo antiguo y llegó a juzgar "empalagosos" a intérpretes como Battistini y Kaschmann. Los rallentandi y filature con que se adornaban eran un obstáculo para la "declamación moderna": nítida, fiera, escandida. Sin embargo Verdi seguía exigiendo que los cantantes se formaran según los fundamentos de la escuela antigua y podía ser feroz ante un profesional que no supiera enmascarar el sonido o ignorara los signos de expresión. Verdi continuó el trabajo de Bellini, y sobre todo Donizetti, haciento avanzar la importancia del "accento" sobre la melodía, pero nunca entendió esto como una excusa para cantar peor, sino como una exigencia mayor. La capacidad de acentuar con vigor depende no sólo de una voz robusta, sino de una técnica que impida caer en el sonido abierto y sin ligar, esto es, la vulgar declamación. Ésta es una de las principales conclusiones que se pueden extraer de la amplia documentación dejada por Verdi, que cubre un período de más de cincuenta años. Otra es el cambio que experimentó su relación con sus intérpretes: desde los primeros años en que escribía pensando en Guasco o Varesi hasta los últimos, en los que siempre se reservó el derecho de vetar a un cantante que considerara inadecuado. "O le opere per le cantanti o le cantanti per le opere", era su axioma. Le preocupaba sobre todo la incultura de los cantantes, un mal que sigue presente en la actualidad. El artista debía formarse con maestros sólo en los aspectos técnicos y musicales: la poesía en el recitar cantando debía encontrarla dentro de sí mismo. Dentro de un intérprete inculto obviamente no hay nada. Otro punto importante: escéptico por naturaleza, nunca daba por hecho que un nombre prestigioso fuese suficiente ni que la excelencia en un papel garantizara validez en otro. Cuando le propusieron a Bellincioni para estrenar Desdemona, basándose en su éxito como Violetta, repuso: "Cualquier mediocridad puede destacar esa ópera y ser un desastre en este caso". Despreciaba la falta de conciencia artística de quien aceptaba un papel inadecuado o actuaba sin el necesario descanso entre funciones. En este punto Celletti aprovecha para sentenciar: "Hoy los divorrios del "star system", gracias al avión, han empeorado la situación. Llegan al extremo de aparecer en el ensayo general de un teatro por la mañana y cantar por la noche en otro distinto. Cantan como perros, pero la desvergonzada publicidad intimida a los críticos y exalta la "tifosaglia", a los "fans". Los "fans" son el residuo, la escoria del teatro lírico junto a los dirigentes de las instituciones que se dejan sugestionar por los nombres y pagan sumas fabulosas a celebridades de pega, convirtiéndose en intermediarios de las discográficas."
Desde los años de "galeras", durante los cuales el compositor era apenas dueño de su obra frente a divos, empresarios y censura, la voluntad invencible de Verdi luchó hasta dominar todos los aspectos de la difusión de sus óperas. En los años de madurez extiende su atención a la dirección de orquesta y la puesta en escena. A pesar de considerarse un veterano en la guerra contra la tiranía de los cantantes, intuye los problemas que traerá la tendencia contraria. Sabemos que detestaba las ejecuciones metronómicas y solía emplear el tempo rubato. Es decir, nunca habría favorecido una dirección que cortara las alas a sus cantantes: sabía que las muestras genuinas de bravura contribuían a que una ópera fuera exitosa. Y es que, por encima de todo, era un hombre pragmático: "En la ópera, la voz nunca debe perder el derecho a ser oída. ¡Sin voces no hay canto de verdad!". Verdad que Celletti parece hacer suya en cada página de "Il Canto".

2 comentarios:

Ashot Arakelyan dijo...

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