La OFM cierra su serie dedicada al Mahler de la trilogía final, iniciada en diciembre con la Novena.
La orquesta sigue demostrando su buena disposición hacia este autor, puesto que todas las Sinfonías que han interpretado en los últimos años (Cuarta, Novena, Décima y "Canción") se cuentan entre sus mejores conciertos.
Aunque el conjunto no parece haber superado los problemas para ofrecer el sonido cálido, amplio y homogéneo de Mendelssohn, Bruckner o Brahms, parece que en Mahler el estupendo trabajo de cada sección basta y no se precisa un legato orquestal tan bueno como en los Románticos.
Dirigió las monumentales partituras Juanjo Mena, quien mostró tener varias ideas claras pero sobre todo una: este Mahler obsesionado con la muerte no está hecho para sonar bonito, lo cual se agradece cuando la tónica es un Mahler de timbres bellísimos y puliditos. Por tanto bien por ofrecer una interpretación con un concepto definido y aun mejor al acertar con el mismo. Además en estas obras es difícil llegar a convencer si no es poniendo en la ejecución un extra de convicción que a veces roce la histeria. Por ese camino transitó Mena con una "Canción de la Tierra" áspera en sus tiempos extremos, conscientemente terrible, a veces un poco deliberadamente (transiciones lentas y con las voces más siniestras destacadas). Buena elección de tiempos en general, acentuando la ligereza en las canciones del tenor y la solemnidad de la "Despedida", que quizá se acercó un poco al borde de la inconexión hacia el final. En el "Trinklied" incluso consiguió una cuerda (la sección habitualmente más floja de la orquesta) intensa y enérgica. Apuntó con fortuna el tono febril de este número. En las canciones más líricas el colorido fue el adecuado, poniendo énfasis en los pasajes de timbres estridentes, adhiriéndose así a la convicción de que incluso en lo extrovertido subyace amargura. En la sección central del cuarto Lied quizá exageró en el pasaje donde aparecen los jóvenes montados a caballo.
Se hizo cargo de la temible partitura de tenor un cantante de una nueva escuela que por lo visto se está consolidando en Canarias. Ésta parece basada en una clara ignorancia del redondeo de las vocales en el pasaje, punto donde la idea de técnica se limita a nasalizar y a estrechar el sonido. Voz por otro lado endeble, con mucho vibrato y evidentes defectos de apoyo y legato (las frases "Dunkel ist das Leben, ist der Tod" salieron siempre a trozos y en otros momentos la impostación se perdía). Por supuesto, el "Trinklied" fue un imposible, y eso que cantó desde el borde del escenario con la orquesta detrás. Se escucharon al menos un par de gallitos durante la noche y no sólo en el primer tiempo: de todas formas no se notaron mucho al ser el timbre algo chillón de por sí. Del sentido que Gustavo Peña les diera a los sonidos y palabras, de su articulación y acentuación, no sabría decir nada. Tiene un largo camino por delante, técnico y musical, para hacer del canto algo más que un tarareo.
Iris Vermillion es una soprano corta que accede a la tesitura abusando un poco - a veces mucho - de la resonancia falsa. Algunas frases fueron muy opacas, sin timbre, en la sección intermedia de "De la belleza" y la "Despedida". La zona alta está desgastada. La voz es discretita, aunque aún se percibe un color agradable en la franja media-alta. Sin embargo es una profesional muy competente en cuanto a legato y acentuación musical y poética (otro mundo comparada con el tenor). Consciente de que su extremo alto carece de metal, el director la protegió demasiado en las grandes frases que debe cantar sobre los violines en "Der Abschied", resultando amortiguada la intensidad expresiva de dichos momentos. Emocionantes, por contra, los minutos finales con una intérprete implicadísima, consciente de la grandeza de lo cantado, pero íntima y recogida. Por cierto que cantó la "Abschied" descalza, generando cuchicheos irrefenables entre el público más provecto.
En la primera parte se ofreció el Adagio de la Décima, pieza que no figuraba en la programación original. Sin saber decir si se debió a un exceso de la interpretación o es algo a lo que se presta la propia música, los motivos líricos de violas y violines sonaron un poco edulcorados, como a banda sonora de Korngold. Sin embargo el famoso pasaje del acorde de nueve notas creó una eficaz impresión de desasosiego, basada en el mismo interés por los efectos tímbricos más grotescos.
Por último unos apuntes inútiles sobre la organización. No parece de recibo que siga siendo imposible empezar un concierto a su hora y que den las nueve en el teatro habiendo escuchado sólo 23 minutos de música gracias a la inevitable y desmesurada pausa. Al público hay que disciplinarlo un poco, empezando por la puntualidad y siguiendo por los susurros y toses. La crisis se ha cobrado los programas de mano, reducidos a un díptico. Por último, lo más grave: parecen confirmarse los rumores de que el año próximo no habrá ópera. Un nuevo "éxito" que reconocerles a unos gestores que se limitan a explotar el teatro sin invertir un céntimo. La situación de las butacas de tercer piso es patética: cualquier cambio en la distribución del peso al mover las piernas produce un recital de crujidos. Se trata de las que se sustituyeron en patio tras cincuenta años. Inenarrable. Uno de muchos aspectos mejorables de un teatro que cada año retrocede en calidad e interés.
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