13/10/09

Los Peores (VII): Louis Quilico

El coleccionista de grabaciones privadas de ópera (las "piratas") tiene motivos para desesperarse con numerosos registros, casi siempre realizados en teatros norteamericanos, que incluyen un indeseado regalo sorpresa: la presencia de Mr. Louis Quilico.

Quilico ciertamente tenía voz de barítono, potente dicen las crónicas, pero basada en una emisión desaseada y grosera. Desconocedor de los mínimos rudimentos del canto a pesar de haber estudiado incluso con Stracciari, producía sonidos de los que suelen llamarse "cerrados": gruesos y estentóreos pero sin timbre verdadero, ya que estaban colocados en pleno esófago. Eran por tanto más propios de un ventrílocuo que de un cantante de ópera. El timbre era de una monotonía insufrible, perfectamente mate y áspero de arriba abajo. Hablar de algo parecido a la media voz es ciencia ficción. No se puede negar que era un instrumento extenso, pero el registro agudo era típicamente fibroso y duro, como por desgracia ha terminado aceptándose entre las voces graves. La dicción, para colmo, además de pésima tenía el inconfundible dejo gutural de los borrachos (al efecto, escúchese el recitativo "Alzati, la tuo figlio" del aria de "Un Ballo in maschera" que hay en Youtube) El intérprete, como si no hubiese pasado el tiempo, era fiel a todos los recursos veristas en boga durante los años cincuenta: sollozos, declamados, gruñidos y por supuesto el famoso birignao nasal, que como es sabido caracteriza siempre a los villanos (al igual que las miradas aviesas o las carcajadas satánicas). Nuestro hombre era en definitiva una síntesis de la peor fonación anglosajona y la escuela italiana más declinante.

Quilico pisó el MET ya siendo veterano, sólo tras la marcha de Rudolph Bing en 1972, pero se mantuvo como artista de la casa hasta 1995 alcanzando casi las trescientas actuaciones. A modo de mentís y escarnio lanzados contra todo lo que queramos reprocharle, el hecho es que conservó su vozarrón en buena forma durante más tiempo que la mayoría de cantantes que se molestaban en cantar bien. Su repertorio incluyó todos los grandes papeles de barítono italiano que en décadas anteriores habían cantado gentes como Warren o MacNeil. De esta forma desaparecía (¿para siempre?) la verdadera imagen del barítono verdiano, heredando los sucesores de Quilico (entre ellos, su propio hijo Gino) su incompetencia técnica mientras además se perdían incluso sus pocas cualidades naturales. Puede que algunos aún ni hayan notado la diferencia.

2/10/09

Carlo Maria Giulini y Johannes Brahms (I)


Carlo Maria Giulini no quiso documentar en disco su relación con ningún otro compositor como en el caso de Johannes Brahms. Dos integrales sinfónicas separadas casi treinta años, grabaciones de las Sinfonías Primera, Segunda y Cuarta, tres registros de las "Variaciones Haydn" y los Conciertos para piano y violín, además del "Réquiem Alemán" y las Oberturas.

A principios de los sesenta, llegado a su primera madurez creativa, Giulini firmó uno de los grandes trabajos de su vida. Esta integral sinfónica con la Philharmonia Orchestra demostró una afinidad extraordinaria con el mundo expresivo y sonoro de Brahms. Esta cercanía se basó primeramente en el sonido extraído de la magnífica orquesta británica, que reproducía el complejo entramado polifónico basándose en el predominio de las voces intermedias, sobre un bajo sólido pero no redundante, que siempre identificó a Giulini. El tapiz así creado, de colorido otoñal, cálido y sin asomo de exhibicionismo, es como un reflejo de la introversión brahmsiana. El director de Barletta comprende que los metales en la orquesta de Brahms son una prolongación de las maderas, no un bloque que oponer a la cuerda en el estilo romántico tardío. También la percusión muestra este equilibrio raíz clásica, puesto que aunque presente, se reservan sus intervenciones más contundentes para subrayar los verdaderos clímax, pero sin ser nunca explosivas.

Naturalmente con estos mimbres no se podía esperar un cataclisma en el "Un poco sostenuto" de la Primera, ni una explosión de exuberancia en el Finale de la Segunda o el "Allegro con brio" de la Tercera ya que Giulini es fiel ante todo al equilibrio (de nuevo esta palabra): el discurso respira y las transiciones se suceden sin impulsivos usos del rubato o arrebatos de inspiración más o menos auténticos.

La Primera se expone con toda su tensión entre romanticismo y racionalidad, en el caso de Giulini inclinándose por ésta. El arranque "Un poco sostenuto" no es el estallido demoníaco de otras visiones de la obra, sino una verdadera introducción a un mundo de demonios personales, de sombras, de lucha a nivel espiritual. Inmediatamente se percibe el interés en equilibrar la dramática línea de los violines (tantas veces abrumadora) con el inquietante bajo de la percusión y los contrapuntos de metales y maderas. La sección central (00:45) destaca por la insistente presencia del bajo y conduce con una magnífica transición (percusión desde 1:44) al ff de 2:04, poderoso pero sin estridencias. En el Allegro los intrincados temas tienen acompañamientos nerviosos, concisos, secos. Las líneas ascendentes y descentes de las distintas voces se contraponen con brío mostrando la arquitectura vertical y a su vez narrando, asegurando el discurso. Giulini no exacerba los contrastes y así el tema lírico (04:58) aporta una luz trémula, apenas entrevista. Especial atención, ya en el desarrollo, merece la temible sombra (8:44) que la cuerda grave extiende para introducir el crescendo sobre el motivo beethoveniano de cuatro notas que desencadena la formidable ripresa, sostenida por los implacables timbales. Un momento de reposo se alcanza en la coda, cuando (13:33) los violines van poco a poco evolucionando hacia la luz ambigua del do mayor de la coda.

Timbres cálidos, llenos de sombreados, enuncian el comienzo del Andante sostenuto. El oboe canta su bellísima melodía con sencillez pero elocuentes variaciones de intensidad. Giulini sugiere el balanceo en la cuerda grave y los violines despliegan su gran frase lírica sin énfasis alguno. En la sección intermedia las maderas conversan con claridad camerística. En 4:39 tenemos un momento de rara serenidad y belleza. El canto preside la ripresa de la melodía del oboe por parte de trompa y violín solistas.

El entendimiento por parte de la batuta del tempo del Allegretto brahmsiano es completo. También en la perfecta transición de 1:04 (nótese como varía el diseño del bajo). De nuevo hay que admirar el equilibrio de voces del famoso Trío (por ejemplo, las trompetas de 3:00).

El Finale es el movimiento que asume más abiertamente el heroísmo beethoveniano, siempre un heroísmo del espíritu, y no sólo por la obvia cita de la Novena. La introducción, con predominio de sombras, deja paso a una amplia transición (2:39) que evoca extensiones indeterminadas, espacios abiertos; trompas y flautas expresan con su canto un profundo sentimiento de la Naturaleza, romántico por antonomasia. El tema coral del Allegro non troppo se expone con lirismo por la cuerda grave. Seguidamente el despliegue y desarrollo del mismo muestra la misma claridad polifónica que ya conocemos, con una cuerda vibrante y robusta (como ejemplo, la intervención fugada de 11:51). La recapitulación del motivo de las trompas es grandiosa (12:50), con intervenciones de los violonchelos de expresividad insólita y un enorme crescendo apoyado en los latidos de los timbales. La preparación del final (16:01) de nuevo sugiere la vastedad alpina, que según parece inspiró a Brahms, con frases telúricas del bajo que casi parecen encarnar la voz de la Naturaleza (16:24). Un accelerando impresionantemente controlado lleva hasta el retorno triunfal del himno de los trombones (que se expone sin ralentizaciones melodramáticas). Una potente coda remata este viaje hacia la luz.

Próximamente, la Segunda.