21/12/08

La discografía de Rigoletto (VIII)

La discografía de la ópera durante los años ochenta son testimonio de un nuevo y duradero hundimiento del canto verdiano, mientras declinaban los principales artistas de la década anterior y los nuevos parecían perder la base técnica imprescindible.

Philips (1984) Renato Bruson, Edita Gruberova, Neil Shicoff, Robert Lloyd, Brigitte Fassbaender. Orquesta y Coro de la Academia de Santa Cecilia, Giuseppe Sinopoli

En su década de máximo prestigio, mientras llegaban a su ocaso Cappuccilli y Milnes, Renato Bruson fue el Rigoletto de la primera edición filológica de la ópera. Esta circunstancia favoreció a sus medios de barítono lírico pues le eximía de las puntature de la tradición, temibles para una voz corta y descubierta en el agudo. Bruson es un protagonista alejado de alardes atléticos innecesarios pero también falto de la genuina energía electrizante del barítono dramático. Su principal virtud es un legato finísimo, prácticamente único desde los años 80 en adelante, que luce en los momentos lírico-patéticos. Menos notables son sus vocalizaciones (por ejemplo en “Veglia, o donna”) y la variedad dinámica y de colores, limitada por una mezzavoce un tanto fibrosa (pero musical) En la invectiva le falta la vena grandiosa victorhuguiana, quizá por la ausencia de metal, quizá por la esencia lírica de su articulación.

Edita Gruberová mejora su Gilda respecto de la edición fílmica para DG. Corrige la mayor parte de sus habituales ataques heterodoxos (es decir, con notas arrastradas) y canta las más de las veces sin los relamidos acentos que solía usar en el repertorio italiano. El esmalte de su timbre – dulce y delicado pero algo frío – conviene al personaje y su virtuosismo instrumental es sobresaliente. Sin embargo, su fraseo es irritante al comienzo de “Tutte le feste”, existen varias notas planas a las que va dando vibrato de forma artificiosa en “Piangi, fanciulla” y no se entiende qué pretendió camuflando su voz tras una cortina de estertores grotescos en la escena final.

Neil Shicoff no tiene a favor un timbre ni atractivo ni personal, pero canta con gran corrección y ateniéndose a lo escrito. En sus mejores momentos (“È il sol dell’anima”; “Parmi veder”) consigue que se perdonen las medias voces destimbradas y el agudo abierto. En los peores sostiene la tesitura fatigosamente (el Cuarteto) e incomoda por una dicción discreta (la Balada). Su mayor problema es la falta del genuino abandono tenoril y de verdadera personalidad.

Tanto Lloyd como Fassbaender cantan decentemente, pero parecen fuera de su terreno, particularmente enfática la segunda.

Sinopoli protagoniza la grabación al diseccionar la partitura y reconstruirla con la frialdad de un cirujano. A veces el resultado ofrece nuevos colores y perspectivas de músicas trilladas pero muy a menudo es una subversión caprichosa y arbitraria. Parece olvidar que no se trata sólo de que se escuche todo, sino de distinguir la importancia de los distintos planos que existen. Por ello no se puede seguir sin irritación como el solo de chelo del dúo Sparafucile-Rigoletto acaba por perder importancia a favor de los sencillos acordes de su bajo, o la absurda caja de música que acompaña la coda de “Caro nome”. Los tempi de las transiciones son letárgicos, como intentando extraer algo novedoso a toda costa hasta del último compás. También resultan monótonos en los dúos de padre e hija y ponen al límite a Bruson en su cantabile “Ebben, io piango”. La furia filológica de Sinopoli elimina las tradiciones más absurdas pero también aquéllas que forman parte del acervo musical de “Rigoletto”: el si natural de “La donna è mobile” es el caso paradigmático. Sin embargo permite que Bruson omita los trinos en el primer Cuadro o Gruberová cante en staccato un pasaje de “Caro nome” que está indicado legato.


Decca (1989) Leo Nucci, June Anderson, Luciano Pavarotti, Nicolai Ghiaurov, Shirley Verrett. Orquesta y Coro del Teatro Comunale di Bologna, Riccardo Chailly

Leo Nucci ha sido el principal Rigoletto de las últimas décadas, llegando recientemente a las cuatrocientas representaciones de esta ópera. La medida en que esto refleja la decadencia de la cuerda de barítono se puede comprobar en este registro de Decca. Sobrio y ligero en el primer Cuadro (donde incluso trina al parodiar a Monterone) no logra convencer sin embargo en su monólogo “Pari siamo”, pues ignora los importantes claroscuros que deben interiorizar la furia del personaje. Tampoco en los dúos con Gilda, donde su emisión muscular le impide emitir medias voces ligeras y timbradas, en su caso descoloridas y sofocadas. También las notas breves le causan problemas. En realidad Nucci se confía casi exclusivamente a una dicción incisiva y una buena variedad de acentos propios del actor cantante que siempre ha sido. Logra momentos electrizantes en la Invectiva, pero la falta de verdaderas sfumature y modulaciones hace que en “Miei signori, perdono” resulte pobre de intenciones y resultados. En otras ocasiones, su extraño timbre, gutural en el grave y escasamente sonoro en el registro medio, no termina de llenar las amplias melodías del papel (“Non morir, mio tesoro”)

June Anderson es una Gilda de radiante voz, quizá no todo lo timbrada que debería en el agudo, pero trina con claridad y su acentuación es emotiva.

En su segunda grabación del papel, Pavarotti deja sentir claramente el declive inevitable tras una década llena de excesos. El timbre presenta inflexiones espurias, pierde plenitud en el agudo y las notas de paso tienden sonar descubiertas o rozadas. Afortunadamente Chailly logró arrancarlo en parte del conformismo y la falta de gusto que le aquejaban en esos años, los rasgos de su verdadero declive por entonces. La Balada es ligera y elegante; vuelve a estar seductor en el minuetto, quizá motivado por la presencia de Anna-Caterina Antonacci. Se muestra precipitado al sostener las grandes frases de “È il sol dell’anima” y “Parmi veder”, pero logra un estupendo recitativo “Ella mi fu rapita”. Su peor momento es sin duda la cabaletta, donde suena igualmente forzado en ambos extremos y cae en una acentuación vulgar. Su fraseo sigue conservando encanto en el Acto III a pesar de los problemas audibles en el Cuarteto. Los agudos al final de "Possente amor" y "Addio, addio", claramente añadidos durante la edición del registro, hablan de poca honestidad y hacen que el oyente esté menos dispuesto a disculpar los comprensibles signos de cansancio.

Ghiaurov y Verrett cantan con personalidad, pero el ocaso de ambos es más evidente aun que el de Pavarotti.

Estupenda dirección de Chailly, no novedosa pero sí presidida por la cantabilidad y la elegancia. En ese sentido opuesta a Sinopoli, pues ofrece una versión de la tradición limpiando los añadidos discutibles. Sin embargo deja a los cantantes un tanto a su aire, en particular a Nucci.


Con esto se pone punto y final a la discografía oficial, en tanto que las aportaciones de los años siguientes hasta la actualidad no han alcanzado siquiera niveles dignos. Las siguientes entradas las destinaré a cubrir las ausencias dejadas por el estudio de grabación.

"Kát'a Kabanová", nuevo acierto del Real


Pocas veces una serie de funciones del Teatro Real habrá sido recibida con tan unánime entusiasmo: los comentarios en los foros y prensa están siendo enormemente elogiosos y por tanto mis expectativas el pasado día 20 de diciembre era altísimas. No hubo decepción.

Magnífica noche de ópera, en mi opinión no tanto porque cantantes, orquesta o desarrollo escénico alcancen cotas excepcionales, sino porque todos estos aspectos, ciertamente a un nivel muy alto, se refuerzan entre sí creando una obra de arte total.

Hubo una estupenda protagonista con Karita Mattila, soprano versátil que a sus cuarenta y ocho años parece estar centrándose en estos papeles de cantante-actriz. La importante voz, de lírico-spinto, se hace algo áspera en el agudo, que siempre tendió al sonido fijo, pero aún es bien capaz de recoger el volumen en medias voces bellas, consiguiendo claroscuros y acentos emotivísimos donde correspondía. Memorable por ejemplo al confiarse a Varvara ("No puedo dormir, querida") En el apartado negativo hay que decir que en su confesión durante la tormenta se acercó demasiado al grito. Como actriz estuvo convincente y conmovedora, tanto por un físico que se conserva atractivo y juvenil, como por un comportamiento en escena que transmitía la naturaleza ensoñadora y frágil de esta mujer "a la que una brisa podría destrozar".

Muy bien la Varvara de Petrinsky, de voz fresca y actuación juguetona. Insignificantes los señores (quizá se salvaba un poco más Gordon Gietz como Kudriash) con un Boris mal de voz (Dvorský actuó indispuesto, según se anunció antes de la representación) que apenas pudo sostener los pocos pasajes exigentes de la escena de amor. Dalia Schaechter (Kabanicha) tampoco aportó detalles a la caracterización del odioso personaje, que pareció exclusiva de la orquesta.

Orquesta magníficamente guiada por Jiří Bělohlávek. Para darse cuenta de la afinidad que el director checo tiene con esta música sólo hubo que escuchar el pasaje donde Janáček comenta la entrada en escena de Kát'a: pocas veces se encuentra en el repertorio una mayor declaración de afecto, de devoto amor, del autor hacia su criatura. Y Bělohlávek la ofreció con una orquesta que fue mórbida, cálida, conmovedora. Con la Kabanicha, en cambio, el sonido era áspero y helado. El Preludio también fue cautivador por el colorido y la variedad de estados de ánimo. Si acaso se puede reprochar una tormenta más sonora que aterradora y la falta de mordiente de los violines en la última perorata del destino (justo al final de la ópera).

Impresionante la producción de Robert Carsen, empezando por una coreografía estremecedora durante el Preludio. Hay que reconocer que el juego de las bailarinas, una imagen del alma de Kát'a desdoblada, se hizo un poco repetitivo a medida que avanzaba la función. Con un escenario desnudo - sólo cubierto por agua (el Volga) y un entablado de palés - Carsen se ha confiado a una dirección de actores de una teatralidad eficacísima y una iluminación que sin dejar de ser obvia y cinematográfica alcanzó efectos muy bellos, creando una sugestiva complicidad con la música y los reflejos del agua. Con estos elementos no hacen falta decorados, pues "Kát'a Kabanová" es una ópera que se desarrolla a nivel sicológico y tanto música como teatro reflejaron perfectamente la evolución del personaje.


Como reflexión sobre la ópera y el autor se me ocurrió que las pequeñas historias que rodean al argumento principal en Janáček - en este caso, los absurdos diálogos de Dijon - consiguen crear un contexto de cotidianidad tan ajena a los sentimientos de la protagonista que incorporan una perpectiva irónica y distanciada al lirismo de la partitura.


Nuevo acierto, pues, con Janáček, que el público recompensó con entusiasmo.

14/12/08

Los Peores (III): Ramón Vinay


Ramón Vinay empezó a cantar en la cuerda de barítono pero alguien le sugirió elegir entre "Una carrera normal de veinticinco años como barítono o una gran carrera de diez como tenor". Según parece, el cambio de tesitura no le suscitó ninguna otra reflexión. El instrumento que fabricó podía calificarse de acéfalo, en tanto que el paso hacia el extremo superior ignoraba cualquier tipo de recogimiento del sonido y consistía simplemente en una chapucera prolongación del registro medio baritonal. Naturalmente lo que resultaba era el típico timbre fibroso y opaco, carente del metal que uno asocia a un tenor heroico, pero con la demagógica componente de esfuerzo que en los años 50 pasaba por "dramática" y "verosímil". En sus grabaciones uno escucha, simplemente, al típico cantante verista que abomba a toda costa el centro para obtener más volumen y expulsa grandes cantidades de aire con escaso valor musical.

La falsilla del actor-cantante consagrado por el verismo la rellenó nuestro hombre con el repertorio habitual de sollozos que sustituían la verdadera mezzavoce (es angustioso el conato de asfixia que se le percibe cuando intentaba cantar piano), la dicción estentórea y distorsionada a falta de verdadero legato y la intolerable falta de mesura de quien practica una entrega al límite en cualquier situación, lo requiera o no.

Vinay completó su carrera de un modo más bien oscuro durante los años 60, una vez la falta de técnica se hubo cobrado su prevaricada extensión de tenor y debió regresar a la cuerda de barítono. De los derroteros de su actividad artística son muestra una demencial aparición - ¿habrá registro? - como Dottore Bartolo en el MET (1966) y el triste epílogo (ya en teoría retirado) de un inenarrable Gran Inquisidor en la Severance Hall de Cleveland (1971)

Lo cierto es que el hecho haber protagonizado la grabación de "Otello" de Toscanini le sigue proporcionando prestigio a Vinay. Un prestigio que tiende a evaporarse al escuchar este registro, catálogo de las limitaciones y cambalaches del cantante y paradigma de la escuela que reduce al complejo personaje a un montón vociferante de vísceras. Sobre la elección del maestrissimo se pronunciaba el siempre malévolo Lauri-Volpi: "Toscanini era así. Si era necesario hacía cantar hasta a las piedras. Y las piedras, bajo su dirección, cantaban. Y cantaban bien. Pero cuando él se ausentaba, aquellas piedras volvían a ser a menudo insensibles piedras". El paso por Bayreuth también le ha proporcionado cierto crédito como Heldentenor. En "Conversations with von Karajan", Richard Osborne saca a colación el Tristán que cantó allí en 1952 bajo la dirección del salzburgués. El Maestro despacha la cuestión de forma lapidaria: "Vickers era mucho mejor".

9/12/08

Los Peores (II): Theo Adam



Hay cantantes que simbolizan la sensibilidad y el nivel artístico de su época. Theo Adam debutó en Bayreuth en 1952, pero tardó una década larga en encabezar un reparto en el Festival. Para ello tuvieron que llegar el declive del gran Hans Hotter y los prematuros problemas de salud de George London. Durante esos primeros años cantó papeles de bajo (Pogner, Fasolt, Titurel) pero su afirmación llegó con Wotan, Wanderer y Hans Sachs, ya de la cuerda de Bassbariton. A decir verdad Adam no tenía voz ni de una cosa ni de la otra: un timbre extrañamente amorfo, monocorde en toda su extensión, de agudos fibrosos, inexpresivamente opaco cuando intentaba cantar piano y fuertemente gutural en sus registro central y grave. El mejor resumen que se puede hacer de Adam como cantante es que era tan tosco como su propia voz, cuyas únicas virtudes reseñables eran la robustez y la fiabilidad de un tractor. En su artículo "Steccopoli" ("La grana della voce") Rodolfo Celletti escribió: "Los buenos cantantes están más expuestos a los gallos que los ladradores". Quizá sea exagerado llamar "perro" al bueno de Adam, pero es un ejemplo perfecto de cantante que no fallaba nunca - es decir, no galleaba, no se quedaba sin voz, daba todas las notas - pero tampoco hacía nada trascendente, poético o inolvidable para compensar la ingratísima heterodoxia de su voz. Tanto es así, se podría decir en son de broma, que incluso buena parte de la afición wagneriana se ha dado cuenta. Actualmente, eso sí, su seguridad le bastaría para salir bajo palio de cualquier teatro.

Fueron varios los grandes directores que apenas consiguieron moldear el informe material vocal y musical, que siempre seguía siendo él mismo y nadie en particular. Ni siquiera Herbert von Karajan pudo integrarlo en el concepto general de su grabación - afectuoso, lírico, efusivo - de "Die Meistersinger" y hay que sufrir un Sachs cuya plebeyez queda aun más resaltada por el noble y bellísimo acompañamiento. En realidad las veces que Adam salía de su anonimato expresivo eran para ser un truculento y ordinario actor-cantante. Así que casi hay que quedarse con el monótono emisor de sonidos infaliblemente - inexpresivos.

Dedico esta entrada al forero Sharpless, un sufrido admirador de Theo Adam al que considera afectuosamente algo así como el "primo torpe de Hotter". Puede quedárselo todo para usted, compañero.