Si los compromisos con Decca ocuparon gran parte de su agenda antes de las vacaciones (“Rigoletto” y “Lucia di Lammermoor”) en la temporada 71-72 supera por vez primera las 50 actuaciones en vivo. La compañía del MET presentó precisamente “Rigoletto” en la Metropolitan Hall de Tokio durante el mes de septiembre. Una de esas funciones ha quedado registrada en vídeo, siendo el documento completo más temprano de Pavarotti sobre el escenario. Con la misma ópera se presentó por primera vez en Alemania (seis funciones, una de ellas muy accidentada, en Hamburgo y Berlín). Debut a finales de octubre de un nuevo papel (el decimocuarto; Riccardo de "Un Ballo in maschera") en San Francisco. Desde entonces, el War Memorial será su campo de pruebas antes de presentarse en escenarios más peligrosos. Con este paso Pavarotti entraba en el repertorio de lírico-spinto verdiano, siempre problemático para un tenor lírico puro. A cambio del volumen limitado de su voz (así se comentó) supo explotar una proyección perfecta, basada en los sonidos squillanti y una emisión sin resonancias espurias. Existe grabación que atestigua el éxito obtenido junto a la magnífica Amelia de Arroyo. Se presenta en la Lyric Opera de Filadelfia con La Bohème. Retorno a Alemania para acabar el año representando Lucia di Lammermoor (junto a Scotto) y La Bohème.
Comienza 1972 en los EE.UU con una función de I Puritani junto a Beverly Sills, quien tuvo que alentarlo para que superara sus temores respecto de la torturante tesitura del papel: el triunfo de ambos intérpretes es apoteósico. Tras 4 funciones de La Bohème en Miami llega el día clave en Nueva York: 17 de febrero de 1972, estreno de “La Fille du régiment”. A pesar de tratarse de un espectáculo diseñado a medida de Joan Sutherland (la ópera no se reponía en el MET desde los tiempos de Lily Pons) fue Pavarotti quien consiguió el que muchos años después recordaría como triunfo de su vida. Al día siguiente todos los diarios de New York hablaban de sus nueve does agudos en “Pour mon âme”. Harold Schoenberg ("New York Times") lo declaró el “rey del repertorio lírico italiano” y comparó su dimensión vocal con la de Beniamino Gigli, a quien según él superaba en buen gusto y musicalidad. También en la revista Opera de Londres, siempre escéptica hacia Pavarotti, se hicieron eco de los parangones con Gigli, añadiendo: “En su aria (…) las aclamaciones debieron de escucharse desde New Jersey.” Comenzó a acuñarse entonces la expresión “King of high C’s”. El MET explotó esta producción el resto de la temporada llevándola a Boston, Cleveland, Atlanta, Memphis, Nueva Orleáns, Minneapolis y Detroit. Pavarotti cantó 15 funciones en total, alternadas con “La Bohème” y un “Rigoletto” espectacular. Se iniciaba no sólo su reinado en el teatro neoyorkino sino su captura por parte del público norteamericano, siempre necesitado de un referente como lo tuvo en las décadas precedentes (Corelli, del Monaco, Bjoerling, Martinelli, Gigli y Caruso) En este proceso de consolidación tuvo gran importancia la actividad de Herbert Breslin, ya encargado no sólo de su publicidad, sino convertido en su representante. Se ha querido ver en las maquinaciones publicitarias de Breslin gran parte de mérito en el impacto creado por estas funciones de "La Fille", pero a este respecto se puede citar al propio empresario: “Su emergencia como estrella de máximo nivel se basó en su virtuosismo como cantante” (“Pavarotti: My own story”, 1981). En años sucesivos la influencia de Breslin en la carrera de Pavarotti crecerá cada vez más, no siempre para bien.
El 22 de abril participa en la Gala de Despedida de Rudolph Bing, Gerente del MET durante veintidós años. Su actuación junto a Joan Sutherland es de los mayores atractivos del evento a pesar del nivel estelar de todos los participantes. Algunos medios establecen ya la que habrá de ser la competición por el favor del público con Plácido Domingo, rival desde entonces en popularidad. El retorno a Europa (julio) propicia su debut en el Festival de la Arena de Verona. Este escenario al aire libre siempre fue favorable a voces poderosas como Corelli y del Monaco, lo que suscitó dudas sobre la adecuación de un instrumento lírico para impresionar en el viejo anfiteatro romano. Según Leone Magiera (“Pavarotti. Metodo e mito”) su voz se extendió con inaudita riqueza de colores, logrando amplio reconocimiento en el llamado “gran Verdi” (el del repertorio spinto) en la exigente tierra del melodrama, siempre más renuente a conceder la aprobación, dispuesta a escrutar a la nueva estrella consagrada en América. Durante el verano se traslada a España para una rara actuación en San Sebastián (“La Bohème”) y comenzar la nueva temporada. Es el período en el que el apogeo vocal se entrega a manos llenas y comienza a cantar más y en todas partes.
Comienza 1972 en los EE.UU con una función de I Puritani junto a Beverly Sills, quien tuvo que alentarlo para que superara sus temores respecto de la torturante tesitura del papel: el triunfo de ambos intérpretes es apoteósico. Tras 4 funciones de La Bohème en Miami llega el día clave en Nueva York: 17 de febrero de 1972, estreno de “La Fille du régiment”. A pesar de tratarse de un espectáculo diseñado a medida de Joan Sutherland (la ópera no se reponía en el MET desde los tiempos de Lily Pons) fue Pavarotti quien consiguió el que muchos años después recordaría como triunfo de su vida. Al día siguiente todos los diarios de New York hablaban de sus nueve does agudos en “Pour mon âme”. Harold Schoenberg ("New York Times") lo declaró el “rey del repertorio lírico italiano” y comparó su dimensión vocal con la de Beniamino Gigli, a quien según él superaba en buen gusto y musicalidad. También en la revista Opera de Londres, siempre escéptica hacia Pavarotti, se hicieron eco de los parangones con Gigli, añadiendo: “En su aria (…) las aclamaciones debieron de escucharse desde New Jersey.” Comenzó a acuñarse entonces la expresión “King of high C’s”. El MET explotó esta producción el resto de la temporada llevándola a Boston, Cleveland, Atlanta, Memphis, Nueva Orleáns, Minneapolis y Detroit. Pavarotti cantó 15 funciones en total, alternadas con “La Bohème” y un “Rigoletto” espectacular. Se iniciaba no sólo su reinado en el teatro neoyorkino sino su captura por parte del público norteamericano, siempre necesitado de un referente como lo tuvo en las décadas precedentes (Corelli, del Monaco, Bjoerling, Martinelli, Gigli y Caruso) En este proceso de consolidación tuvo gran importancia la actividad de Herbert Breslin, ya encargado no sólo de su publicidad, sino convertido en su representante. Se ha querido ver en las maquinaciones publicitarias de Breslin gran parte de mérito en el impacto creado por estas funciones de "La Fille", pero a este respecto se puede citar al propio empresario: “Su emergencia como estrella de máximo nivel se basó en su virtuosismo como cantante” (“Pavarotti: My own story”, 1981). En años sucesivos la influencia de Breslin en la carrera de Pavarotti crecerá cada vez más, no siempre para bien.
El 22 de abril participa en la Gala de Despedida de Rudolph Bing, Gerente del MET durante veintidós años. Su actuación junto a Joan Sutherland es de los mayores atractivos del evento a pesar del nivel estelar de todos los participantes. Algunos medios establecen ya la que habrá de ser la competición por el favor del público con Plácido Domingo, rival desde entonces en popularidad. El retorno a Europa (julio) propicia su debut en el Festival de la Arena de Verona. Este escenario al aire libre siempre fue favorable a voces poderosas como Corelli y del Monaco, lo que suscitó dudas sobre la adecuación de un instrumento lírico para impresionar en el viejo anfiteatro romano. Según Leone Magiera (“Pavarotti. Metodo e mito”) su voz se extendió con inaudita riqueza de colores, logrando amplio reconocimiento en el llamado “gran Verdi” (el del repertorio spinto) en la exigente tierra del melodrama, siempre más renuente a conceder la aprobación, dispuesta a escrutar a la nueva estrella consagrada en América. Durante el verano se traslada a España para una rara actuación en San Sebastián (“La Bohème”) y comenzar la nueva temporada. Es el período en el que el apogeo vocal se entrega a manos llenas y comienza a cantar más y en todas partes.
Se adjunta la evolución en el número de actuaciones durante las siete anteriores temporadas:
Representaciones /Recitales:
1965-66: 33
66-67: 49 / 5
67-68: 45 / 6
68-69: 31 /2
69-70: 36
70-71: 42 / 1
71-72: 54 / 2
66-67: 49 / 5
67-68: 45 / 6
68-69: 31 /2
69-70: 36
70-71: 42 / 1
71-72: 54 / 2
Audiciones:
El registro que se ha conservado de una de las funciones japonesas de “Rigoletto” es el documento audiovisual más temprano que tenemos de Pavarotti sobre las tablas. En “È il sol dell’anima” fascina con el habitual acento afectuoso, más que con la variedad dinámica que sólo aparece en el acariciador cierre del solo inicial (“Sarò per te”) También está disponible la cabaletta, donde pasa un momento de inseguridad y omite el re bemol. Unas semanas después, en una representación berlinesa, tendría un sonoro percance en esta nota, el extremo superior de su tesitura aprovechable. El vídeo también deja testimonio de la discretísima aptitud de Pavarotti como actor.
A continuación comprobamos como una mala noche puede tenerla incluso un cantante en plena forma. Todo transcurre por cauces normales hasta la cabaletta con Gilda, concluida con un escandaloso gallo al cantar el re bemol. El resto de la función se recupera del incidente, con un recitativo "Ella mi fu rapita" magnífico. Sin embargo el aria, estupenda, la culmina con un sib donde se opaca su habitual brillo. Al final del Cuarteto tiene un nuevo y sonoro incidente sobre el último si bemol.
Rigoletto. Deutsche Oper de Berlín. Octubre de 1971 (otras fuentes indican enero de 1972). Köth, Murray. Jesús López-Cobos.
Acudimos a la representación de “Un Ballo in maschera” del 11 de noviembre de 1971, una de las primeras de su debut en el papel protagonista. Proponemos la audición de los momentos más destacados de este personaje, con el que Verdi fue tan generoso.
A pesar de que nada más abrir la boca uno identifica de buena gana al personaje en la nobleza y cordialidad del timbre, no se puede negar la superficialidad de su “Là rivedrà nell’estasi”: obvia los dolcissimi (“La sua parola udrà sonar d’amor”) y tiene alguna duda en el sol agudo de “dolce notte”. Parece centrarse desde la modulación de “Ah! Ma la mia stella”.
En el habitualmente criticado can-can “Ogni cura si doni” es muy adecuada la genuina joie de vivre de su canto, de una ligereza chispeante.
En los primeros compases de la Barcarola se lanza con demasiado peso sobre la melodía, efectivamente con brio pero sin respetar los pp y ppp escritos. Mejor en las frases que se piden con slancio (“L’Averno ed il cielo”) y los pasajes staccato e leggerissimo, que hace ágilmente. Brillantísimo ascenso al si bemol agudo.
En sus intervenciones en el Quinteto “È scherzo od è follia” renuncia con buen criterio a intercalar risillas innecesarias: la propia escritura, con sus notas breves y silencios ya la sugieren y es el acento del cantante el que ha de hacer el resto, como es el caso, pues prácticamente se podría imaginar una sonrisa en sus exclamaciones.
El gran momento de la representación llega en el inmarcesible dúo del Acto II. Pavarotti entra en escena con acentos urgentes y viriles. En “Il tuo nome intemerato” desciende con suficiencia al re grave. En su confesión amorosa varía hacia el acento íntimo al entonar “Non sai tu” y ataca con slancio los grandes arcos canoros que culminan en sib agudo ("Quante volte dal ciel"). Sigue muy convincente en su súplica, con un bello diminuendo al reclamar “Un sol detto”. La desbordada efusión de su "M’ami, Amelia” es un momento espléndido por unir la más sincera expresión con una belleza vocal inclemente (nótese como mantiene la igualdad al descender al mi grave en "Amelia”). El empaste entre el dorado metal de Arroyo y el plateado esmalte de Pavarotti es felicísimo en los arrebatados unísonos. A continuación se muestra lleno de noble fuego en el pasaje “Ah, sia distrutto”, a pesar de la difícil tesitura que de improviso le lleva desde la octava grave hasta un gran sib (faltó sin embargo el contraste piano en “Fuorchè l’amor”) En este caso se echa de menos una guía más rigurosa de Mackerras que hubiese hecho respetar la extática mezzavoce dolcissimo de la cabaletta: Pavarotti ataca “Oh, qual soave brivido” con el acento justo, de íntimo gozo, pero no se pierde el verdadero contraste con la espléndida expansión que alcanza en “Astro di queste tenebre”. Llegando al culminante retorno a la música de amor, la única pega la encontramos al atacar su “Irradiami d’amor”, donde hay un par de notas centrales abombadas, algo excepcional en él que sólo se explica por posible inseguridad para superar la barrera de la orquesta. El timbre de esos años era prieto y brillante, pero no grande y la zona central no era la más sonora de su tesitura. El cierre del dúo es cada vez más entusiástico, con dos voces relucientes entregadas a un fraseo de gran efusión lírica. Para locura del público, ambos se lanzan sin cautelas contra un do agudo (no escrito para el tenor) squillantissimo y deslumbrante. Hasta el momento el Riccardo de Pavarotti era un personaje sentimental, simpático, pero un poco superficial para ser un noble que se debate entre el deber y el amor. En este dúo, a través de la entrega vocal temeraria y la efusiva interpretación, crece de forma asombrosa hasta convertirse en un hombre que se consume en una pasión autodestructiva. Para completar un retrato semejante la gran escena del Acto Tercero, la de la renuncia al amor, es la clave. Y Pavarotti en este caso no acierta a expresar toda la hondura del sentimiento de abdicación, de resignada despedida. En el recitativo no encuentra los matices necesarios más allá de un “E taccia il core” atacado con dulzura. En el aria se echan de menos unas dinámicas más contenidas y el Conde pierde así algo de su distinción patricia: Pavarotti confía en su acento sincero y afectuoso pero la sección central (Cupo, sempre piano) carece del debido contraste elegíaco. El bello diminuendo que sí observa en “Nell intimo del cor” parecía exigir una continuidad. La cadencia, con refulgentes ascensos a sib y la natural, queda indebidamente extrovertida. En cambio sí convence ese canto de nuevo arrebatador en la cabaletta, llena de un entusiasmo casi insensato: de nuevo el cantante infalible lanzándose sin aprensión contra las repetidas frases entre el sol y el sib agudos. Es decir, estamos ante un personaje convincente sólo de forma parcial y en pasajes fulgurantes.
Ya hacia el final, en la escena con Arroyo durante la fiesta es francamente afortunado, por su expansión amorosa, el “Invan ti celi” que le dirige a Amelia; también la imperiosa acentuación de “Ne so temer la morte”, nobilísima y ardiente (y con un timbre soberbio): como impregnada de un sentimiento de viril aceptación de la fatalidad.
En su solo final puede resultar una voz demasiado lozana para un personaje en agonía; se echa de menos mayor contención tímbrica como la del remate de “Iddio m’ascolta”, con un hermoso morendo. Sin embargo frases como “Io l’amai ma volli illeso” con esa morbidez, estupendo legato y ese timbre conmovedoramente dulce rememoran las crónicas del tenore della bella morte, Napoleone Moriani, uno de sus antepasados directos en la cuerda de tenor lírico (aunque quien estrenó Riccardo fue su antítesis, el tenore della maledizione: Gaetano Fraschini)
En resumen, una primera aproximación a la que evidentemente le faltaba más experiencia para completar la natural afinidad hacia el personaje y los fascinantes arrebatos líricos con los matices más introspectivos.
A pesar de que nada más abrir la boca uno identifica de buena gana al personaje en la nobleza y cordialidad del timbre, no se puede negar la superficialidad de su “Là rivedrà nell’estasi”: obvia los dolcissimi (“La sua parola udrà sonar d’amor”) y tiene alguna duda en el sol agudo de “dolce notte”. Parece centrarse desde la modulación de “Ah! Ma la mia stella”.
En el habitualmente criticado can-can “Ogni cura si doni” es muy adecuada la genuina joie de vivre de su canto, de una ligereza chispeante.
En los primeros compases de la Barcarola se lanza con demasiado peso sobre la melodía, efectivamente con brio pero sin respetar los pp y ppp escritos. Mejor en las frases que se piden con slancio (“L’Averno ed il cielo”) y los pasajes staccato e leggerissimo, que hace ágilmente. Brillantísimo ascenso al si bemol agudo.
En sus intervenciones en el Quinteto “È scherzo od è follia” renuncia con buen criterio a intercalar risillas innecesarias: la propia escritura, con sus notas breves y silencios ya la sugieren y es el acento del cantante el que ha de hacer el resto, como es el caso, pues prácticamente se podría imaginar una sonrisa en sus exclamaciones.
El gran momento de la representación llega en el inmarcesible dúo del Acto II. Pavarotti entra en escena con acentos urgentes y viriles. En “Il tuo nome intemerato” desciende con suficiencia al re grave. En su confesión amorosa varía hacia el acento íntimo al entonar “Non sai tu” y ataca con slancio los grandes arcos canoros que culminan en sib agudo ("Quante volte dal ciel"). Sigue muy convincente en su súplica, con un bello diminuendo al reclamar “Un sol detto”. La desbordada efusión de su "M’ami, Amelia” es un momento espléndido por unir la más sincera expresión con una belleza vocal inclemente (nótese como mantiene la igualdad al descender al mi grave en "Amelia”). El empaste entre el dorado metal de Arroyo y el plateado esmalte de Pavarotti es felicísimo en los arrebatados unísonos. A continuación se muestra lleno de noble fuego en el pasaje “Ah, sia distrutto”, a pesar de la difícil tesitura que de improviso le lleva desde la octava grave hasta un gran sib (faltó sin embargo el contraste piano en “Fuorchè l’amor”) En este caso se echa de menos una guía más rigurosa de Mackerras que hubiese hecho respetar la extática mezzavoce dolcissimo de la cabaletta: Pavarotti ataca “Oh, qual soave brivido” con el acento justo, de íntimo gozo, pero no se pierde el verdadero contraste con la espléndida expansión que alcanza en “Astro di queste tenebre”. Llegando al culminante retorno a la música de amor, la única pega la encontramos al atacar su “Irradiami d’amor”, donde hay un par de notas centrales abombadas, algo excepcional en él que sólo se explica por posible inseguridad para superar la barrera de la orquesta. El timbre de esos años era prieto y brillante, pero no grande y la zona central no era la más sonora de su tesitura. El cierre del dúo es cada vez más entusiástico, con dos voces relucientes entregadas a un fraseo de gran efusión lírica. Para locura del público, ambos se lanzan sin cautelas contra un do agudo (no escrito para el tenor) squillantissimo y deslumbrante. Hasta el momento el Riccardo de Pavarotti era un personaje sentimental, simpático, pero un poco superficial para ser un noble que se debate entre el deber y el amor. En este dúo, a través de la entrega vocal temeraria y la efusiva interpretación, crece de forma asombrosa hasta convertirse en un hombre que se consume en una pasión autodestructiva. Para completar un retrato semejante la gran escena del Acto Tercero, la de la renuncia al amor, es la clave. Y Pavarotti en este caso no acierta a expresar toda la hondura del sentimiento de abdicación, de resignada despedida. En el recitativo no encuentra los matices necesarios más allá de un “E taccia il core” atacado con dulzura. En el aria se echan de menos unas dinámicas más contenidas y el Conde pierde así algo de su distinción patricia: Pavarotti confía en su acento sincero y afectuoso pero la sección central (Cupo, sempre piano) carece del debido contraste elegíaco. El bello diminuendo que sí observa en “Nell intimo del cor” parecía exigir una continuidad. La cadencia, con refulgentes ascensos a sib y la natural, queda indebidamente extrovertida. En cambio sí convence ese canto de nuevo arrebatador en la cabaletta, llena de un entusiasmo casi insensato: de nuevo el cantante infalible lanzándose sin aprensión contra las repetidas frases entre el sol y el sib agudos. Es decir, estamos ante un personaje convincente sólo de forma parcial y en pasajes fulgurantes.
Ya hacia el final, en la escena con Arroyo durante la fiesta es francamente afortunado, por su expansión amorosa, el “Invan ti celi” que le dirige a Amelia; también la imperiosa acentuación de “Ne so temer la morte”, nobilísima y ardiente (y con un timbre soberbio): como impregnada de un sentimiento de viril aceptación de la fatalidad.
En su solo final puede resultar una voz demasiado lozana para un personaje en agonía; se echa de menos mayor contención tímbrica como la del remate de “Iddio m’ascolta”, con un hermoso morendo. Sin embargo frases como “Io l’amai ma volli illeso” con esa morbidez, estupendo legato y ese timbre conmovedoramente dulce rememoran las crónicas del tenore della bella morte, Napoleone Moriani, uno de sus antepasados directos en la cuerda de tenor lírico (aunque quien estrenó Riccardo fue su antítesis, el tenore della maledizione: Gaetano Fraschini)
En resumen, una primera aproximación a la que evidentemente le faltaba más experiencia para completar la natural afinidad hacia el personaje y los fascinantes arrebatos líricos con los matices más introspectivos.
Un Ballo in machera. War Memorial Opera House, San Francisco. 11 de Noviembre de 1971. Arroyo, Bordoni, Donath, Dalis. Charles Mackerras.
En enero siguiente se programa una función de “I Puritani” en Filadelfia cuyo registro podría haber sido la referencia de la ópera. Por desgracia se completó el reparto con elementos menos que adecuados al repertorio y la falta de tiempo obligó a prescindir de los ensayos, optándose por realizar numerosos cortes. No sólo los tradicionales en el Dúo del tercer acto, sino incluso en “Credeasi misera”, debido a la complejidad de la escritura de conjunto (*). Aun teniendo en cuenta la rebaja en las exigencias del tremendo papel, éste es un Arturo memorable, que ofrece al mejor Pavarotti en los pasajes supervivientes. Comparando con la grabación cuatro años anterior (Catania) Pavarotti canta con más morbidez “A te, o cara”, moderando la plenitud de la emisión, que pliega en buenas medias voces (“E l’esultar”) y haciendo portamenti más discretos. Ataca con una facilidad destacable un do#4 no sólo squillante y sostenido, sino de una belleza purísima. En las frases sucesivas (“Si raddoppia il mio contento…”) habría sido deseable que diferenciara esta sección de la inicial, como es preceptivo en el belcanto. En este sentido son ejemplares las smorzature y rallentandi practicados por Fleta en su registro de 1923; lo cual nos recuerda que en la segunda mitad de S. XX la corrección (Fleta es en cambio algo irregular en el fraseo de la primera sección) ha ocupado el lugar de la fantasía en los cantantes. Y la obstinada ignorancia de los directores de orquesta, al final los responsables de no sugerir o permitir estos embellecimientos. Amplios, radiantes, con un timbre arrebatador sus “A tanto amor”, el último modulado con dulzura y en un solo aliento. También hay que detenerse en las intervenciones de Beverly Sills, quien realiza en dos ocasiones un triple regulador sobre la palabra “Amor” (f-p-f-p).
Los cortes se dejan sentir en “Non parlar di lei che adoro”, en todo caso superado con efusión (“E la vergin mia adorata”) y con un timbre tanto más expresivo según se eleva la tesitura.
Pavarotti siempre sobresalió en el breve dúo con Ricardo, en este caso un pésimo Louis Quilico, barítono completamente ajeno a lo que significa el belcanto. El fraseo vigoroso (atención a la entrada “Sprezo audace”), el timbre squillante (fulmíneo en el ascenso al agudo) y la aceptable vocalización (se ayuda de pequeños golpes de glotis) no hacen desear nada más.
Llegando al Acto III, el que consagra un gran Arturo, en su escena (“Son salvo”) la dicción nítida, el fraseo emotivísimo, recrean la añoranza del exiliado. Escúchese el abandono con que ataca “O patria, o amore”, como apiana “La terra su natia” (sol bemol), el filado de “Il mio pianto” o la dulzura de “Ove t’aggiri tu?”. Por desgracia se suprime una estrofa de “Ad una fonte”, pero lo que queda es un canto mórbido (“Compagno nel cammin”) evocador, patético en su plateada belleza (“Sempre eguali ha i luoghi e l'ore”).
Pavarotti vuelve a escena prodigando acentos amorosos. Su cantabile “Nel mirart¡ un solo istante” es la encarnación del joven héroe romántico, llegando al paroxismo del sentimiento (tras un timbradísimo do agudo) en “Lontan da te” (un punto excesivo para este repertorio, si se quiere) Como es habitual se suprime el bellísimo Andante “Da quel dì che ti mirai” y entramos directamente a “Vieni fra queste braccia”, transportado medio tono hacia abajo para evitar los re naturales (como siempre hizo). Pavarotti se lanza de lleno contra el episodio: quizá se habría necesitado más juego con el rubato (qué tendría que decir Guadagno, toda la función con prisa) para darle variedad al fraseo (“Non mi sarai rapita” o “Ah, vieni” son buenas oportunidades para la modulación o un expresivo allargando) pero éste resulta convincente, acariciador gracias a la suavidad privilegiada de la emisión. Suavidad que se combina de forma imposible con metal squillantissimo en los ataques (de una precisión absoluta) al reb4, verdaderos clarinazos de trompeta de plata. Estamos en uno de esos momentos donde los cantantes transforman el riesgo en éxtasis. La reacción del público lo dice todo.
Lo que debería haber sido la culminación de la noche nos deja a medias, pues de “Credeasi, misera” sólo queda la segunda stanza (además con la tradicional intervención de Elvira cantando música que está escrita para Arturo). Las razones de este corte parecen incomprensibles. Se puede acusar a Pavarotti de beneficiarse de la menor duración de la exigente aria, pero también es cierto que ha de atacar inmediatamente la sección más enérgica. Y lo hace con un fraseo heroico, levemente enfático, que consigue que el nuevo clarinazo (reb4) llegue como algo natural e inevitable tras la tensión acumulada. Hay un ligero problema al cerrar el do4 inmediatamente posterior, pero es menor. En la cadencia se puede apreciar ese sonido en punta, buscando una posición elevadísima pero siempre redondo (“Perfidi”) y que podía alternar con el más acariador de "Di crudeltà".
"I Puritani". Lyric Opera, Filadelfia. 18 de enero de 1972. Sills, Plishka, Quilico. Anton Guadagno.
El 17 de febrero, en plena forma por tanto, por fin llega la gran noche de Luciano Pavarotti, aquélla que como se ha dicho lo convirtió en superestrella. Poco importó que apenas hubiese alguna mejoría en la pronunciación francesa desde las funciones de Londres: la espontaneidad de la expresión y la química que existía con Sutherland permitieron un tipo de comunicación por encima de esa limitación. Se escucha en el dúo del primer Acto, lleno de complicidad y ternura desde el recitativo. La dulzura del ataque de "Depuis l'instant ou, dans mes bras", la efusión de "Et puis enfin, de votre absence", la sencilla alegría de la cabaletta (atención a la cadencia intermedia) son ragos de un personaje cuyo enamoramiento una puede tomarse más en serio que cuando lo canta un tenorino, pero que no deja de ser amable y ligero.
En enero siguiente se programa una función de “I Puritani” en Filadelfia cuyo registro podría haber sido la referencia de la ópera. Por desgracia se completó el reparto con elementos menos que adecuados al repertorio y la falta de tiempo obligó a prescindir de los ensayos, optándose por realizar numerosos cortes. No sólo los tradicionales en el Dúo del tercer acto, sino incluso en “Credeasi misera”, debido a la complejidad de la escritura de conjunto (*). Aun teniendo en cuenta la rebaja en las exigencias del tremendo papel, éste es un Arturo memorable, que ofrece al mejor Pavarotti en los pasajes supervivientes. Comparando con la grabación cuatro años anterior (Catania) Pavarotti canta con más morbidez “A te, o cara”, moderando la plenitud de la emisión, que pliega en buenas medias voces (“E l’esultar”) y haciendo portamenti más discretos. Ataca con una facilidad destacable un do#4 no sólo squillante y sostenido, sino de una belleza purísima. En las frases sucesivas (“Si raddoppia il mio contento…”) habría sido deseable que diferenciara esta sección de la inicial, como es preceptivo en el belcanto. En este sentido son ejemplares las smorzature y rallentandi practicados por Fleta en su registro de 1923; lo cual nos recuerda que en la segunda mitad de S. XX la corrección (Fleta es en cambio algo irregular en el fraseo de la primera sección) ha ocupado el lugar de la fantasía en los cantantes. Y la obstinada ignorancia de los directores de orquesta, al final los responsables de no sugerir o permitir estos embellecimientos. Amplios, radiantes, con un timbre arrebatador sus “A tanto amor”, el último modulado con dulzura y en un solo aliento. También hay que detenerse en las intervenciones de Beverly Sills, quien realiza en dos ocasiones un triple regulador sobre la palabra “Amor” (f-p-f-p).
Los cortes se dejan sentir en “Non parlar di lei che adoro”, en todo caso superado con efusión (“E la vergin mia adorata”) y con un timbre tanto más expresivo según se eleva la tesitura.
Pavarotti siempre sobresalió en el breve dúo con Ricardo, en este caso un pésimo Louis Quilico, barítono completamente ajeno a lo que significa el belcanto. El fraseo vigoroso (atención a la entrada “Sprezo audace”), el timbre squillante (fulmíneo en el ascenso al agudo) y la aceptable vocalización (se ayuda de pequeños golpes de glotis) no hacen desear nada más.
Llegando al Acto III, el que consagra un gran Arturo, en su escena (“Son salvo”) la dicción nítida, el fraseo emotivísimo, recrean la añoranza del exiliado. Escúchese el abandono con que ataca “O patria, o amore”, como apiana “La terra su natia” (sol bemol), el filado de “Il mio pianto” o la dulzura de “Ove t’aggiri tu?”. Por desgracia se suprime una estrofa de “Ad una fonte”, pero lo que queda es un canto mórbido (“Compagno nel cammin”) evocador, patético en su plateada belleza (“Sempre eguali ha i luoghi e l'ore”).
Pavarotti vuelve a escena prodigando acentos amorosos. Su cantabile “Nel mirart¡ un solo istante” es la encarnación del joven héroe romántico, llegando al paroxismo del sentimiento (tras un timbradísimo do agudo) en “Lontan da te” (un punto excesivo para este repertorio, si se quiere) Como es habitual se suprime el bellísimo Andante “Da quel dì che ti mirai” y entramos directamente a “Vieni fra queste braccia”, transportado medio tono hacia abajo para evitar los re naturales (como siempre hizo). Pavarotti se lanza de lleno contra el episodio: quizá se habría necesitado más juego con el rubato (qué tendría que decir Guadagno, toda la función con prisa) para darle variedad al fraseo (“Non mi sarai rapita” o “Ah, vieni” son buenas oportunidades para la modulación o un expresivo allargando) pero éste resulta convincente, acariciador gracias a la suavidad privilegiada de la emisión. Suavidad que se combina de forma imposible con metal squillantissimo en los ataques (de una precisión absoluta) al reb4, verdaderos clarinazos de trompeta de plata. Estamos en uno de esos momentos donde los cantantes transforman el riesgo en éxtasis. La reacción del público lo dice todo.
Lo que debería haber sido la culminación de la noche nos deja a medias, pues de “Credeasi, misera” sólo queda la segunda stanza (además con la tradicional intervención de Elvira cantando música que está escrita para Arturo). Las razones de este corte parecen incomprensibles. Se puede acusar a Pavarotti de beneficiarse de la menor duración de la exigente aria, pero también es cierto que ha de atacar inmediatamente la sección más enérgica. Y lo hace con un fraseo heroico, levemente enfático, que consigue que el nuevo clarinazo (reb4) llegue como algo natural e inevitable tras la tensión acumulada. Hay un ligero problema al cerrar el do4 inmediatamente posterior, pero es menor. En la cadencia se puede apreciar ese sonido en punta, buscando una posición elevadísima pero siempre redondo (“Perfidi”) y que podía alternar con el más acariador de "Di crudeltà".
"I Puritani". Lyric Opera, Filadelfia. 18 de enero de 1972. Sills, Plishka, Quilico. Anton Guadagno.
El 17 de febrero, en plena forma por tanto, por fin llega la gran noche de Luciano Pavarotti, aquélla que como se ha dicho lo convirtió en superestrella. Poco importó que apenas hubiese alguna mejoría en la pronunciación francesa desde las funciones de Londres: la espontaneidad de la expresión y la química que existía con Sutherland permitieron un tipo de comunicación por encima de esa limitación. Se escucha en el dúo del primer Acto, lleno de complicidad y ternura desde el recitativo. La dulzura del ataque de "Depuis l'instant ou, dans mes bras", la efusión de "Et puis enfin, de votre absence", la sencilla alegría de la cabaletta (atención a la cadencia intermedia) son ragos de un personaje cuyo enamoramiento una puede tomarse más en serio que cuando lo canta un tenorino, pero que no deja de ser amable y ligero.
Llegamos por fin al momento con el que cambió toda su carrera: "Ah!, mes amis quel jour de fête", exclama Tonio y podría servir de divisa al canto de Pavarotti, desbordado de alegría, generoso, despreocupado, entregado con frenesí al público. En la cabaletta se disfruta una voz elástica y de una energía inacabable, que se pasea con irrisoria facilidad por los saltos al do4, squillantissimi, atacados con una exactitud pasmosa. Esta interpretación, con el do final cortado algo bruscamente, es algo inferior a la que hemos escuchado anteriormente. Quizá es el momento de plantearse hasta qué punto abusó Pavarotti de este excitante do agudo, como se percibe no sólo atacado al volumen máximo posible, sino prolongado hasta agotar la reserva del aire. Un hábito poco prudente, en todo caso que bordea la "gigionata". Al margen de ese detalle es interesante apuntar que Pavarotti no tenía problemas para cantar do agudo en cualquier vocal: las conflictivas “e” y “o”, que tienden a retener la voz en la parte anterior de la boca, aquí aparecen perfectamente colocadas. En la versión italiana se canta algún do sobre la “i”, lo que tampoco le suponía problema. La novedad, aún asombrosa, es que una voz de esta plenitud lírica pudiera asumir semejante tesitura, concebida para el mixto o falsete reforzado.
H. Schoenberg elogió especialmente el estilo exhibido en “Pour me rapprocher” y aunque se pueden recordar las objeciones de Celletti sobre un canto demasiado sensual y extrovertido, basado más en la voz plena que en el susurro íntimo, el resultado es personalísimo. Escúchese la dulzura del acento en “dans les combats”, así como el filado en “cesser d'aimer”. En la sección central el fenomenal si agudo y el diminuendo sobre la escala descendente consiguen un efecto felicísimo. Como el bello regulador del final, que al fin nos da un Tonio de una sencilla emotividad.
Pensamos que su discreto francés (aun más en vivo) es perdonable ante tal derroche de cualidades.
"La Fille du régiment". Metropolitan Opera House. 17 de febrero de 1972. Sutherland, Resnik, Corena.
Ya en plena efervescencia de popularidad, la compañía del MET monta un “Rigoletto” para Sutherland y Pavarotti a su retorno de la gira con “La Fille du régiment”. Fueron un total de cuatro funciones junto a Joan Sutherland y los Bufones de Milnes y Manuguerra. Harold Schoenberg comentó en el "New York Times": “Los hay que miran con sospecha esos repartos de grandes estrellas. Tontos que son. Ciertamente este “Rigoletto” es la cosa más grande de este tipo que uno puede recordar. Cuando se tiene a un grupo de artistas como los que oímos el sábado, todos trabajando juntos e intentando extraer lo máximo de la música, todos con voces de gran calibre, bueno, pues resulta que la gran ópera y el gran canto siguen vivos” (“A prima donna progress. The autobiography of Joan Sutherland” - 1998)
Tras las dos primeras funciones, Milnes abandonó la tercera en el Segundo Acto correspondiéndole a Matteo Manuguerra cantar el resto de representaciones. La correspondiente al 22 de junio ha quedado registrada en grabación “in house” y se puede disfrutar del estupendo Rigoletto de Manuguerra, superior desde cualquier punto de vista al de Milnes (lo cual hace lamentar que la elección para el registro Decca fuera el norteamericano)
Siempre se le ha reprochado a Pavarotti la extroversión con que cantaba tanto “Questa o quella” como su gran escena del Acto II, quizá obviando el hecho de que una personalidad vocal así difícilmente podría haber ofrecido el Duque refinadísimo de la tradición de los tenores di grazia. Pavarotti se adhiere al aspecto más arrogante y sensual de la otra versión del Duque, la fundada por Caruso, siempre con di Stefano como un modelo más admirado que emulado (por fortuna). Así su Balada es un poco excesiva en cuanto a sonoridad y brillo; apunta la línea ligera y chispeante que debería presidirla en “Del mio core l’impero non cedo meglio ad una…” pero pronto se dedica a la exhibición de timbre y comunicatividad. En cuanto a “Ella mi fu rapita”, vuelve a deslumbrar en el recitativo, lleno de efectivos contrastes entre acentos incisivos (el segundo “Ella mi fu rapita”) y abandono lírico (“Talor mi credo, “Lo chiede il pianto”) que además se corresponden con un timbre sucesivamente squillante y sedoso. En el aria no encontramos ni siquiera los ligeros problemas de su registro Decca (el portamento para llevar la voz del re de “amata” al sol de “Ei”) sin embargo es perceptible un pequeñísimo roce en “soccorrerti”. Aunque no siempre atiende a los signos de diminuendo, lo compensa con el acento afectuoso y dulce (“Ned ei potea soccorreri”) Si acaso, reprocharle el reluciente sib prolongado de forma innecesaria y la idea de hacer crecer el sol agudo conclusivo tras una bellísima modulación (“Per te”) De nuevo se hurta la cadencia verdiana, que no parece haber cantado nunca, lo cual resulta inexplicable habiendo tenido el apoyo de los Bonynge.
Su canto en el dúo con Gilda contiene una sugestiva contradicción entre las palabras que hablan de amor casto y un fraseo arrebatador, lleno de rapaz sensualidad (“Ora che accendono”) A excepción de los grupetti (no muy nítidos) es una interpretación pulcra en lo musical pero sobre todo exaltada, impresionante en el pasaje “D’invidia agli uomini, sarò per te” creciendo hasta un gran sib para recogerse en suaves “Sarò per te” y “amiamoci”. Esta vez finaliza una vibrante cabaletta acompañando a Sutherland a un enorme reb4 (esta vez no hubo problemas).
En el Acto III encontramos a un intérprete desbocado, pero en el sentido de que tal es la seguridad técnica que en su canto no hay ataduras ni precauciones, sólo la alegría incontenible de un entregarse, un extático compartir el estado de gracia vocal y de personalidad. Esto se percibe en una Canzona de un trazo, elástica y vibrante, esta vez ligeramente matizada en su segunda estrofa. Estupenda cadencia, merece la pena atender al brillo del “di” y por supuesto al excepcional si natural, sobre la vocal “e”, temible para tantos tenores (entre ellos, Gigli) aquí perfectamente cubierta y sin embargo amplia, llena, fulgurante. Aun más spavaldo (arrogante) se muestra en la escena con Maddalena y el Cuarteto. Seguramente recordando aquella interpretación alla Caruso que le exigió Serafin, su galantería es exagerada y guasona (“Nel gaudio e nell’amore”, “La bella mano candida”) Magnífica la Canzonetta que lanza el conjunto, en particular por la morbidez en la repetición de “Tu puoi le mie pene consolar”. Impresionante el segundo ataque al si bemol, sobre el que realiza un regulador de volumen magistral. Cuando un cantante exhibe tal facilidad irrisoria en una pieza de esta dificultad (las subidas finales al sib son limpísimas) corre el riesgo dar la impresión de frialdad, aquí evitada gracias a un canto voluptuoso y el acento cordial.
Metropolitan Opera House. 22 de junio de 1972. Manuguerra, Sutherland.
Prueba de la expectación que suscitaron las representaciones es que existen registros de las funciones de los días 10 y 14 de junio, una de ellas “in house” y la otra realizada desde el escenario (con un característico sonido metálico).
Adelantando unos meses hasta el otoño de ese mismo año, traemos una nueva colaboración con Beverly Sills. En esta ocasión se trata de una función de “Lucia di Lammermoor” de las seis representadas en la War Memorial Opera House de San Francisco. Es una de las grandes recreaciones de Edgardo por parte de Pavarotti, aunque sigue faltando la escena de la Torre de los Ravenswood. Por desgracia de nuevo se debe sufrir un reparto menos que mediocre que impide que este registro sea una referencia de la ópera. Pavarotti entra en escena impetuoso, con un recitativo elocuente, lleno de urgencia (nótese la acentuación de “La mia perdita intera”) Es afortunada la moderación en el brillo y el volumen al atacar “Sulla tomba”, en particular el sottovoce de “Al tuo sangue” para posteriormente recuperar el sonido amplio y vibrante hasta un estupendo sib (donde sigue la tradición de cantar “Ah” en vez de “Sì”) Sills era una Lucia ligera de voz pero expresiva e intensa. Pavarotti resulta afectuoso en el tempo di mezzo, con su mejor intención en “Io di te memoria viva, sempre o cara serberò”. Sin embargo algo se le escapa en “Verranno a te”, con menos justificación cuando Sills lo canta en un hilo de voz, melancólico y evocador. Por supuesto es expresivo y amoroso gracias a la morbidez del timbre y el acento cálido (“Spargi un’amara lagrima”) pero la plena voz no permite llegar a la melancolía y la añoranza que se escucha a Pertile o Schipa (¿quién más lo hizo?) El registro incluye un hecho desconcertante en la cadencia, donde Donizetti escribió mib4 para Edgardo y do5 para Lucia. Lo habitual es escuchar un si bemol al unísono, pero en este caso se cambian los papeles: Pavarotti canta un discreto do agudo y Sills muestra el inicio de su declive en un estridente mib5. Seguramente fuera una iniciativa de Sills, siempre pendiente de añadir una cuota de espectáculo como muestra en varias ocasiones a lo largo de esta función. El efecto no es nada afortunado y es mejor fijarse en el excelente cierre.
Una de las grandes bazas de Pavarotti en el papel llegaba en el Segundo Acto, en la escena del matrimonio. Las exigencias del papel anticipan en este caso a Verdi, lo que se percibe ya en el Sexteto. Aquí luce la nitidez de su dicción, el brillo, su fraseo enérgico y cortante. Pero es la llamada “Maldición”, el Finale Secondo, donde simplemente sobresale por encima de cualquier otro Edgardo escuchable. Principalmente por el abandono heroico con que ataca su imprecación, enlazando “Il cielo e amor” con un primer la agudo (“Maledetto sia l’istante”) y fraseando con ímpetu irresistible y verdadera indignación. Timbradísimo segundo la (“Che di te”) y está sobresaliente al transmitir la agitación de un hombre que se expresa de forma entrecortada pero siempre dentro de los límites del canto (“Abbominata, maledetta, io doveva da te fuggir!”) La partitura indica en este punto “Ah, ma di Dio la mano irata vi disperda!”, culminada en la natural, pero se cree que fue Gaetano Fraschini (1816-1887), el Tenor de la Maldición, quien impuso la tradición de sostener el la agudo durante varios compases (“Ah, vi disperda!”) como se escucha aquí a Pavarotti con magnífico resultado: un la3 de platino puro que, cuando parece que ya no puede brillar más, crece hasta una squillante plenitud. Prodigioso. En esta escena Pavarotti sin duda se fijó en el arrebatado ejemplo de di Stefano; pero mientras el siciliano caía en lo verista debido al registro agudo desprotegido, el tenor modenés conservaba la noble fiereza del héroe romántico gracias al decoro vocal. Ziliani aconsejó a su protegido que acometiera con prudencia este pasaje; se comprueba como supo transmitir la sensación de arrojo e incluso temeridad, quedando el férreo control técnico en segundo plano.
La escena final de Edgardo es (junto a la de Gennaro) una de las que consagraron a Napoleone Moriani (1808-1878) como “Tenore della bella morte”, contribuyendo a crear la imagen angelical y doliente del héroe romántico. El recitativo evoluciona desde la resignada contención inicial, haciéndose más agitado y expansivo (“Ingrata donna!”) para caer en el desconsuelo en la conclusión. Primero susurra ese “Tu delle gioie in seno” en dulcísima media voz, luego reforzada (sol agudo) con efecto muy afortunado para conducir de forma natural al “Io della morte”, con timbradísimos la-si bemol agudos. El aria “Fra poco a me rivovero” comienza en este tono conmovido, pero en la sección central se hace demasiado extrovertida, demasiado destinada al público, desaprovechando la oportunidad que en “Ah, rispetta almen le ceneri”, el comienzo del da capo, ofrece para cantar a media voz (escúchese la vieja grabación de Enzo de Muro Lomanto) Aquí se limita a prolongar un amplio sol agudo en el estilo distefaniano de los 50. Mantiene esta dinámica en forte (incluido un brillante la natural) hasta “Chi muore per te”, donde aplica un regulador estupendo y acentúa con fervor. Canta la cadencia habitual con ascenso algo brusco a un squillante si agudo) Habría sido deseable un cierre más recogido (“Per te”) Tras una escena de transición donde se percibe un claro descuadre, llega la escabrosa cabaletta, elegía de una punzante belleza que sitúa al tenor en la tesitura más comprometida, la del pasaje. Pavarotti respeta el piano indicado, es más ataca en un hilo de voz “Tu che a Dio spiegasti l’ali”, manteniendo la nitidez y calidad del timbre. Habría sido deseable que hubiese recurrido en más pasajes a esta media voz, pero sin duda el abandono de frases como “Ne congiunga il Nume in ciel” y la intensidad del famoso pasaje ("O bell'alma innamorata") que incide sobre el fa sostenido y el la (**) son encomiables. La segunda parte, ya moribundo Edgardo, indica “con voz rota”, y es lo que se escucha: entrecortada, disipada apenas adquiere sonoridad, pero siempre alejada de tentaciones naturalistas. Cosas como “A te vengo”, “O bell’alma, ne… congiunga”, pertenecen al mundo de una estilización vocal que termina por paragonarse a la transfiguración. Es decir, el mundo del belcanto.
(*) Siempre según la autobiografía de Beverly Sills.
(**) Durante décadas fue tradición trasponer la pieza medio tono hacia abajo; en este caso se respeta la tonalidad original de re mayor.
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