El concierto inaugural de la
temporada dejó una impresión ambigua que se corresponde con la naturaleza un
tanto bipolar del propio programa. En la primera parte se pudo escuchar una
poética interpretación del Concierto de Violín de Beethoven, una de las
partituras más espirituales de todo el repertorio. En el segundo se asistió a
todo un despliegue de aparato en dos obras de brillante instrumentación pero
desigual inspiración.
La contenida partitura orquestal
del Concierto no deja lugar para el lucimiento pero las exigencias expresivas
son complejas. Se puede hablar de resultados satisfactorios con algunos puntos
negros. La articulación de la cuerda en las interjecciones percusivas que
reaparecen en todo el primer tiempo no llegó a ser nunca nítida. Por otro lado
en este tiempo hubo problemas de balance. Por ejemplo no fue de recibo la
prominencia en unos simples acordes de las maderas (que con razón nunca se
escuchan) durante las ensimismadas figuraciones del solista en el desarrollo.
En los demás tiempos el balance entre secciones fue más logrado y el solista de
fagot pudo lucirse en su justa medida. Desde el punto de vista de la expresión,
orquesta y director dieron lo mejor de sí en la introducción del Larghetto, un
pasaje extático, de inaudita pureza. Uno se pregunta por qué Hernández Silva
opta tantas veces por lo epidérmico cuando sabe ser contenido y profundo. En
cuanto al solista, llamó la atención e hizo pensar en posibles inseguridades
que Amaury Coeytaux tocara al unísono con la orquesta la cadencia que cierra la
exposición orquestal. Esta impresión se desvaneció en su verdadera entrada, que
Menuhim consideraba de una dificultad proporcional a su extrema sencillez
técnica. Antes que por la belleza o la amplitud de su sonido, Coeytaux destaca
especialmente por la elegancia de su forma de tocar, que muestra una afinidad natural
con la rara espiritualidad del Concierto. No obstante quizá faltó un poco más
de intensidad en algunos pasajes (por ejemplo, del desarrollo) donde la línea
melódica del violín parece extraviarse en canturreos y desvaríos y en los que
no sólo hay que ser aristocrático. En su faceta de virtuoso cabe destacar la
claridad del pasaje en doble cuerda que corona la cadencia de Joachim. En el
Larghetto, quizá por su mayor sencillez formal, encontró el tono justo de esta
canción de amor. Mereció elogios la finura y expresión del gran salto
interválico que culmina desde el punto de vista el movimiento. El discófilo
conoce bien la desigual fortuna de este extasiado pasaje incluso en ediciones
prestigiosas (caso de Perlman con Giulini). En el Rondó dio con el espíritu
lúdico de esta música, el único posible después de entrever lo sublime en los
anteriores tiempos.
En la segunda parte, como se ha
adelantado, el titular se dio el capricho de un programa de lucimiento de
aparato y volumen sonoro. La “Marcha Eslava” es una obra de circunstancias con
un atractivo sabor oriental que en este caso pasó a segundo plano tras la
perorata de metales y percusión. Algo de esto también se trasladó a “Francesca
da Rimini”, poema sinfónico de muy superior factura en el que la influencia de Liszt (“Tasso, lamento e
trionfo”) sobre Chaikovski es clara. La prestación orquestal fue notable, salvo
por el consabido desequilibrio en perjuicio de la cuerda: no se discute la precisión
e implicación, pero la calidad intrínseca del timbre de esta sección sigue
siendo modesto. Por supuesto, Hernández reservó el mayor fortissimo de la noche
para el final de la obra. Por último, a modo de reflexión, constato que avanza mi
desafecto hacia la música de Chaikovski. Por supuesto las secciones extremas de
esta partitura siguen impresionando, pero la central, sin negar la seducción del
motivo de Francesca, me transmitió la sensación recurrente de falta de
imaginación en un desarrollo que se
limita a exprimir la melodía con orquestaciones cada vez más aparatosas,
potentes y agudas. Personalmente encuentro que la fantasía de Chaikovski resplandece
mejor en sus óperas, donde la relación entre música y drama es total.
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