7/10/15

De lo espiritual y lo aparatoso

http://www.teatrocervantes.com/es/genero/ofm/ciclo/127/espectaculo/1683

El concierto inaugural de la temporada dejó una impresión ambigua que se corresponde con la naturaleza un tanto bipolar del propio programa. En la primera parte se pudo escuchar una poética interpretación del Concierto de Violín de Beethoven, una de las partituras más espirituales de todo el repertorio. En el segundo se asistió a todo un despliegue de aparato en dos obras de brillante instrumentación pero desigual inspiración.
La contenida partitura orquestal del Concierto no deja lugar para el lucimiento pero las exigencias expresivas son complejas. Se puede hablar de resultados satisfactorios con algunos puntos negros. La articulación de la cuerda en las interjecciones percusivas que reaparecen en todo el primer tiempo no llegó a ser nunca nítida. Por otro lado en este tiempo hubo problemas de balance. Por ejemplo no fue de recibo la prominencia en unos simples acordes de las maderas (que con razón nunca se escuchan) durante las ensimismadas figuraciones del solista en el desarrollo. En los demás tiempos el balance entre secciones fue más logrado y el solista de fagot pudo lucirse en su justa medida. Desde el punto de vista de la expresión, orquesta y director dieron lo mejor de sí en la introducción del Larghetto, un pasaje extático, de inaudita pureza. Uno se pregunta por qué Hernández Silva opta tantas veces por lo epidérmico cuando sabe ser contenido y profundo. En cuanto al solista, llamó la atención e hizo pensar en posibles inseguridades que Amaury Coeytaux tocara al unísono con la orquesta la cadencia que cierra la exposición orquestal. Esta impresión se desvaneció en su verdadera entrada, que Menuhim consideraba de una dificultad proporcional a su extrema sencillez técnica. Antes que por la belleza o la amplitud de su sonido, Coeytaux destaca especialmente por la elegancia de su forma de tocar, que muestra una afinidad natural con la rara espiritualidad del Concierto. No obstante quizá faltó un poco más de intensidad en algunos pasajes (por ejemplo, del desarrollo) donde la línea melódica del violín parece extraviarse en canturreos y desvaríos y en los que no sólo hay que ser aristocrático. En su faceta de virtuoso cabe destacar la claridad del pasaje en doble cuerda que corona la cadencia de Joachim. En el Larghetto, quizá por su mayor sencillez formal, encontró el tono justo de esta canción de amor. Mereció elogios la finura y expresión del gran salto interválico que culmina desde el punto de vista el movimiento. El discófilo conoce bien la desigual fortuna de este extasiado pasaje incluso en ediciones prestigiosas (caso de Perlman con Giulini). En el Rondó dio con el espíritu lúdico de esta música, el único posible después de entrever lo sublime en los anteriores tiempos.

En la segunda parte, como se ha adelantado, el titular se dio el capricho de un programa de lucimiento de aparato y volumen sonoro. La “Marcha Eslava” es una obra de circunstancias con un atractivo sabor oriental que en este caso pasó a segundo plano tras la perorata de metales y percusión. Algo de esto también se trasladó a “Francesca da Rimini”, poema sinfónico de muy superior factura en el que la influencia de Liszt (“Tasso, lamento e trionfo”) sobre Chaikovski es clara. La prestación orquestal fue notable, salvo por el consabido desequilibrio en perjuicio de la cuerda: no se discute la precisión e implicación, pero la calidad intrínseca del timbre de esta sección sigue siendo modesto. Por supuesto, Hernández reservó el mayor fortissimo de la noche para el final de la obra. Por último, a modo de reflexión, constato que avanza mi desafecto hacia la música de Chaikovski. Por supuesto las secciones extremas de esta partitura siguen impresionando, pero la central, sin negar la seducción del motivo de Francesca, me transmitió la sensación recurrente de falta de imaginación en un desarrollo que  se limita a exprimir la melodía con orquestaciones cada vez más aparatosas, potentes y agudas. Personalmente encuentro que la fantasía de Chaikovski resplandece mejor en sus óperas, donde la relación entre música y drama es total.

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