Luciano Pavarotti hizo de
La Bohème su carta de presentación durante casi
30 años de carrera. Su
debut sobre un escenario se produjo precisamente con el papel de Rodolfo el
29 de abril de 1961, en el Teatro de Reggio Emilia, cantando para sus paisanos. Fue una actuación que premiaba al vencedor del
Concurso Achille Peri de canto, curiosamente junto al bajo Dmitri Nabokòv, hijo del autor de Lolita, quien cantaba Colline. (Como dato histórico, citaremos que la dirección de escena la asumió la legendaria soprano
Mafalda Favero) Asimismo, fue la ópera con la que apareció por primera vez en La Scala, en 1965, de la mano de
Herbert von Karajan. Entonces, como tantas veces, su Mimì fue
Mirella Freni. Desde ese momento y hasta finales de los 80, cuando hubo de dejarlo de lado debido al progresivo oscurecimiento de su voz, cantó el papel más de
300 veces según algunas fuentes. Posiblemente y dada la inclemencia de la escritura de Puccini, esa dedicación fuera excesiva. Cuando eligió el papel en
1986 para conmemorar sus 25 años de carrera, ya acostumbraba a cantar “Che gelida manina” medio tono baja. Recuperó a Rodolfo, en plena
decadencia, para una función conmemorativa del centenario del estreno de la ópera (1996) acompañado de la Mimì de
Freni y el Colline de
Ghiaurov. Fue
también una manera de rendir honores a los dos intérpretes más cualificados de la pareja protagonista, y una ocasión más memorable por cuestiones sentimentales que artísticas.
Pavarotti canta Rodolfo siguiendo la tradición de los grandes tenores líricos del SXX:
Gigli, di Stefano, Bjoerling y Bergonzi. Aunque el papel exige más bien un
lírico spinto en el Acto III, siempre se ha preferido la luminosidad y claridad tímbrica de aquellas voces para reflejar el espíritu juvenil del poeta bohemio. La tesitura es normalmente central, aunque incurre en la zona aguda contra densos acompañamientos de la orquesta: pensemos en el famoso
do4 de
Che gelida manina, incomodísimo, o el Cuarteto del Acto III. Sin embargo,
Rodolfo es también un papel de grandes frases líricas, que exige del intérprete pleno control de las dinámicas más suaves. Un doble desafío que es difícil superar.
Luciano Pavarotti paseó el papel por los grandes teatros del mundo, y se conservan varias grabaciones en vivo que atestiguan su
supremacía en el mismo durante el último tercio del SXX: en
1977, se retransmitió desde el
MET, y por primera vez para la televisión, bajo la dirección de
Levine y la compañía de
Renata Scotto; en
1979, en la
Scala, con
Carlos Kleiber e Ileana Cotrubas; y cerrando este arco temporal, en
San Francisco, con
Mirella Freni (1988). Los aficionados madrileños recuerdan las funciones allá por
1970 en el
Teatro de la Zarzuela. Como curiosidad, existe grabación de su debut en
1961, donde no se puede evitar sonreír al escuchar el murmullo de admiración que provoca el do agudo cantado en
Che gelida manina.
Para
Rodolfo Celletti, “no hay voz que pertenezca a Rodolfo más que la de Luciano Pavarotti. Es un caso de
perfecta adhesión entre una voz y un personaje (…) La cordialidad, la sencillez, la expansión, la comunicación, el chispeante humor son los de un hombre que se impone al tenor y canta - ¡y cómo! – pero con la
naturalidad de quien habla”
(1)La presente grabación no ha sido superada desde su realización en
1972, en la berlinesa
iglesia de Jesucristo, alcanzando la categoría de
clásico al igual que las de
Beecham-de los Ángeles-Bjoerling en los años 50 y
Serafin-Tebaldi-Bergonzi (años 60). Como principales virtudes artísticas que la hacen más redonda que las citadas, tenemos la
plenitud del cuarteto principal, más la lujosa presencia de
Nicolai Ghiaurov como
Colline, y la superioridad de la
Orquesta Filarmónica de Berlín, que ofrece bajo la devota batuta de
Herbert von Karajan un festival para el oído. Merece la pena extenderse un poco en este punto, pues no han faltado voces que rechacen la aproximación de Karajan a la partitura, más bien al concepto que tiene de la misma, pues la plasmación de éste es irreprochable. Se habla de
extravagancia en los
tempi, que tienden a ser lentos, o de una fría perfección, de una visión decadente. Lo cierto es que el director salzburgués
acaricia las melodías puccinianas con una delectación que algunos pueden rechazar como mórbida, pero que para mí revela la profunda
devoción que tenía por esta música. Exagerando un poco, un amigo llegó a comentarme: “Es como
Knappertsbusch dirigiendo
Wagner” Es cierto que en algunos momentos este ensimismamiento en la melodía pone a los cantantes a prueba (como en la frase
“Vi piaccia dir” de
Rodolfo, donde
Pavarotti acepta el desafío de la batuta y realiza un bellísimo
piano, aplicando además una
sfumatura hipnotizadora todo
sul fiato), pero también que los mima y les permite lucirse. Es inolvidable el abandono del
Valse de
Mussetta, que describe bien – y con humor - al personaje en su procacidad, y la brillantez del concertante que le sigue, donde la dirección de las voces es magistral, y la prestación de la orquesta de Karajan
deslumbrante. A la altura de los mejores trabajos de este músico,
incomparable director de ópera, como
Madama Butterfly, Tosca (ambas en Decca),
Der Rosenkavalier (DG)
u Otello (Emi), todas partituras que se adaptaban bien al estilo lujoso con que las pulía hasta la perfección. Además, la toma de sonido es inmejorable, de las mejores de
Decca, con las voces ligeramente destacadas sobre el suntuoso entramado orquestal.Cont.-
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2 comentarios:
justisima analisis
no me gustan los argumientos de los detractores de Karajan
Que sí, es una broma, no te lo tomes a mal.
Saludos
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